Me enteré de la muerte de la editora Gloria Leal, y la noticia me ablandó poco a poco, hasta que me obligó a hacer algo raro, decir en público que me siento triste.

Casualmente le decía a una amiga, una semana anterior a la muerte de Gloria, que debo a ella mi carrera de autor. Cuando me gradué de la Facultad de Humanidades en la Universidad de Puerto Rico, y sin yo haber tomado un solo curso de periodismo, me acogió como practicante en El Nuevo Herald en Miami, consciente de que yo llegaba dando bandazos, tratando de encontrar una vocación.

Me fascinó de inmediato su exigencia de asumir el oficio como la profesión de un escritor, de pulir los textos lo más posible hasta el momento del cierre, una costumbre que me persigue 25 años después.

Su capacidad de gruñir y asustar se convirtió en leyenda, entre generaciones de periodistas cubanos y boricuas. Cuando la conocías, te hacía sentir querido. Después de yo extender mi pasantía en el periódico en Miami, cuando no tenía carro ni dinero, logró que me pagaran una compensación suficiente para ayudarme a respirar. Un día me llevó al estacionamiento de El Nuevo Herald, para enseñarme la bicicleta que me había prestado, de modo que yo no tuviera que caminar y llegar sudado a la redacción. Luego me recomendó para mi primer trabajo formal como reportero, en las revistas dominicales de El Nuevo Día.

Nos desconectamos por muchos años. En 2017, nos reencontramos en las redes sociales, y me dijo que no se le hacía fácil la comunicación, porque ella pertenecía a la “generación del lápiz y el papel”. Escribió que me recordaba con “mucho cariño”, pero no me atreví a devolver las muestras de amor.

Te quiero, Gloria. Agradezco lo que hiciste por mí, y doy testimonio de que existen la bondad y las hadas madrinas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *