Por Chiara Bollentini Granata
Profesora de Lengua y Discurso
Facultad de Estudios Generales
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras
No hay mejor antídoto contra el futuro distópico
que la propia difusión de la distopía.
Ricard Ruiz Garzón
En los últimos años en América Latina se está presenciando un significativo aumento de interés hacia esa rama de la ciencia ficción que es la distopía, la cual se enmarca dentro de una tendencia global que desembocó en un verdadero boom distópico a partir de la publicación de la trilogía Los juegos del hambre de Suzanne Collins y la serie Black Mirror. Cuando en una entrevista se le preguntó el porqué del auge de este subgénero, Fedosy Santaella, escritor venezolano, contestó que “porque llega un momento en que un escritor sensato no encuentra otra manera de explicar su espíritu y su mundo sino a través de la distopía. Para cierto tipo de escritores es inevitable llegar allí. La distopía se queda corta incluso como realismo exagerado. La realidad venezolana es aún más exagerada” (Camacho Soto, 2018, p.189).
El término distopía fue aceptado hace solo unos pocos años por la Real Academia, gracias al empeño del académico José María Merino, gran lector y autor de literatura distópica, quien la definió como “Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. Sin embargo, este término había sido acuñado en 1868 por John Stuart Mill en su famoso discurso dirigido a la Cámara de los Comunes con relación a un problema de repartición de tierras. El término distopía, cuyo significado etimológico es “Mal lugar” (δυσ-prefijo negativo “mal” o “no”, τόποσ lugar y sufijo -ια de cualidad) se contrapone a utopía, término utilizado por Tomás Moro en su obra para describir, de manera literaria, un no lugar desde el cual criticar la situación política de su país. Con ese neologismo de no-lugar en realidad Moro no decía de manera explícita si era bueno o malo, sin embargo, el término fue adquiriendo rápidamente el sentido de algo positivo, de “lugar-feliz” (<ευ τόποσ). La distopía, por lo tanto, como contrapunto de la utopía así entendida, y por consiguiente “Lugar de infelicidad”, a diferencia de otras denominaciones de sesgo más político o satírico (anti-utopía, utopía negativa, utopía invertida, etc.) se refiere “a la estructura de una sociedad ficticia y no a su ubicación física, objetivo que sí es fundamental, por ejemplo en las denominadas anti-utopías” (Galán Rodríguez, 116). Al contrario de dichas anti-utopías, el objetivo de la distopía, según los críticos del tema “es advertir didácticamente (de ahí su atractiva forma novelada) de un futuro apocalíptico que amenaza con anular al individuo pero que puede ser corregido tanto en el espacio ficticio de la novela como en el presente real del autor” (Galán Rodríguez, 116). Sin llegar a ver la distopía como una advertencia o enseñanza, se puede, por lo menos, considerar como una poderosa herramienta de representación de la realidad, o, para usar una expresión de Rosa Montero, un intento de “bucear en la condición humana” (Arjona, 2014).
La distopía se desarrolla y se difunde como género literario hacia finales del siglo XIX para afincarse definitivamente en la primera mitad del siglo XX. Las obras que se pueden considerar fundadoras (Nosotros de Zamiátin, Mundo feliz Huxley, 1984 de Orwell y Farenheit 451 Bradbury) son hijas del estado opresor, el quiebre del equilibrio entre progreso tecnológico y progreso social, la eugenesia, el miedo a la manipulación de la conciencia humana por el desmesurado desarrollo técnico-científico, a lo que hay que añadir las Guerras Mundiales y la Gran Depresión. Luego, en las décadas del 50 y 60 se asoman el miedo a la sobrepoblación, la catástrofe nuclear, la amenaza de las máquinas y la violencia social, mientras que, a partir de las décadas del 70 y 80, asusta el agotamiento de los recursos energéticos, el poder de las megacorporaciones o las redes informáticas. Todos estos miedos serán materia prima para los argumentos de las novelas del género durante la segunda mitad del siglo XX. Con el nuevo milenio, como afirma Ruiz Garzón (en Costa, 2014), “la nueva era fundada después del 11-S, la crisis económica, la renacida expansión del Ébola y los actuales conflictos en Gaza y Ucrania delimitan los perfiles de un presente inestable, donde, por otra parte, el control químico del bienestar, la videovigilancia, la hipervisibilidad de las redes sociales y los esbozos del transhumanismo definen una cotidianidad cada vez más parecida a una vieja novela de ciencia-ficción”. Como el “menú de desastres”, para usar otra expresión de Rosa Montero, de hoy en día es mucho más amplio y el futuro se nos presenta más incierto, la gama de argumentos que tienen ante sí los escritores es mucho mayor.
Las novelas de este nuevo siglo, a diferencia de las novelas distópicas clásicas de inicio del siglo XX -esas famosas alegorías sobre el control absoluto en sociedades totalitarias-, además de la introducción de nuevas problemáticas, dejan de presentar un futuro de pesadilla, donde la ciencia y la tecnología dominan y destruyen a la humanidad, y nos presentan la imagen espeluznante del presente, dejando ver unos mundos que surgen de “una sensación de escepticismo” como resultado de una “crisis financiera que no ha sido solo económica, sino también social y de valores” (Ruiz Garzón en Costa). Y en esta línea se insertan las novelas distópicas latinoamericanas de estas dos últimas décadas y la que hoy nos ocupa, en las cuales, como bien afirma Eduardo Becerra (2016): “La catástrofe viene ahora de los excesos mercantiles y los espacios resultantes evidencian de inmediato esta filiación: la escasez, el hambre, el despojamiento, el desmembramiento de lugares y la pérdida de funcionalidad de los objetos anuncian o constatan la desaparición de cualquier rastro de civilización” (269). En contraposición a un discurso de la abundancia que predominaba en la narrativa latinoamericana a finales del siglo pasado, estamos ahora presenciando unas ficciones en las cuales domina la escasez a manera de atmósfera general. Al representar las consecuencias nefastas de alguna catástrofe, que puede ser tanto natural, como política o científica, se define la nueva distopía como posapocalíptica, entendiendo el término apocalipsis en su sentido más amplio. A pesar de las diferencias con relación a la distopía totalitaria del siglo pasado, la posapocalíptica conserva su cometido primordial: la crítica hacia la situación contemporánea de la civilización humana. La distopía le permite a Eliván Martínez tomar postura frente a esos mismos problemas que investiga como periodista, en específico la corrupción vinculada a industria de las semillas transgénicas y los fertilizantes. No obstante la diferencia en los argumentos, a lo largo de la todavía breve historia de la literatura distópica, se puede apreciar que las mejores producciones de este género se dan después de grandes crisis colectivas que nos plantean interrogantes sobre el futuro.
En Ahora que no respiro las catástrofes son plurales. La historia que da comienzo y que enmarca la principal sitúa al lector inmediatamente en un espacio de destrozos a causa del huracán María lo cual le provee al narrador el pretexto para reflexionar sobre la fuerza tanto creadora como destructiva de la naturaleza, además de anticipar los temas planteados en el relato primario: los adelantos cuestionables de la ciencia, los efectos de la tecnología, la corrupción gubernamental y el monopolio de las grandes corporaciones. Aquí se asoma claramente el autor implícito cuando el narrador dice “Yo pensaba que, en lugar de depender exclusivamente de los campos, se podía fortalecer la agricultura urbana para solucionar la poca producción de alimentos y terminar la peligrosa dependencia de comida importada” (p.3). Más adelante, en la narración primaria, el lector se topará con otras catástrofes: las causadas por un gobierno totalitario y las consecuencias de una ciencia y tecnología al servicio del poder que así se describe en un pasaje: “(…) se había levantado en armas contra la dictadura de Luis White, en medio de incendios, diluvios y hambrunas sin cuento, mientras los miserables de Ciudad Libre se bañaban en sangre al masticar a todo ser humano que se les cruzara por delante” (p.11).
Por su interés hacia la problemática medioambiental esta novela puede incluirse en una de las tendencias actuales de la narrativa distópica latinoamericana contemporánea, la distopía de la evolución o ecológica, la cual recibe el nombre de ecotopía (Mercier, 2018). La peculiaridad de este tipo de relato es que al final presentan una esperanza utópica que se expresa en la reconciliación con la naturaleza por parte del ser humano, quien vuelve a reconstruir los lazos con su ecosistema. En Ahora que no respiro la reconciliación es representada por el regreso del protagonista Leo a la finca: “Al fin Leo volvió a trabajar a la finca con el empeño de los primeros años. Construyó un nuevo bohío, un poco más grande que el anterior. Levantó cercas para las enredaderas de parcha. Arrancó a mano las hierbas que se interponían dementes en medio del camino. Restableció el huerto para las berenjenas, los pepinos y los tomates. Regó estiércol alrededor de las raíces de las papayas” (pp. 193-194). Este regreso puede leerse como una vuelta a un modelo de vida primitivo y en armonía con la naturaleza, ya que no se recurre a ningún adelanto tecnológico o científico para el cultivo, en ese sentido refleja una tendencia utópica propia de la cultura contemporánea, la misma que tenía Álvaro al comienzo de la obra. Y esa esperanza utópica, por la cual se puede definir esta novela una ecotopía, está contenida en el mismo nombre de la finca, El Porvenir, y ese regreso al pasado en realidad es un salto al futuro, así como lo explica el personaje de Álvaro al comienzo de la novela: “En lugar de emprender el pasado esas gentes creían dar un salto hacia el porvenir, para superar los fracasos de las prácticas agrícolas corporativas que predominaban (…)” (p.5). La finca, además, resurge del fuego que la había destruido, representando, por un lado -como ave fénix que revive de las cenizas-, el triunfo de la vida sobre la muerte y, por otro lado, los rituales de purificación de las antiguas culturas agrícolas (Chevalier, 1992, 441 y 477). La tierra purificada por el fuego es fecundada por la lluvia de semillas que la anciana Beatriz – “quien siempre resolvía los problemas técnicos por medio de sencillos conocimientos ancestrales” (p.21)- había escondido y salvado de la destrucción impulsada por los intereses del gobierno y las corporaciones. El personaje de Beatriz parece salido del pasado mítico precolombino, nos recuerda a Ixmucané, la abuela del Popol Vuh, la diosa que selecciona los granos de los diferentes tipos de maíz para crear al hombre y que es la responsable del paso de la sociedad maya de una de recolectores-cazadores a una de agricultores (Bollentini, 2002, p.256).
Volviendo al personaje de Leo, este representa a los clásicos héroes de la narrativa de ciencia ficción a través de los cuales se lleva la crítica, ya que “frente a las instituciones sociales deben hacer uso de su libertad para salvarse a sí mismos y a su comunidad. Estos héroes que viven las distopías, proponen estereotipos y valores y muestran que a pesar de la eficacia y el totalitarismo de las instituciones sociales podemos tener esperanza” (Erreguerena, 2008, 570). En esta ocasión el protagonista masculino es acompañado por otro personaje protagónico femenino, Clara, de quien se enamorará apasionadamente, y quien es una periodista que lleva a cabo de manera obstinada la investigación sobre la corporación que controla, en confabulación con el gobierno, la producción y distribución de las semillas. Clara denuncia sin rodeos que “Hay gente saqueando las tiendas y las casas de los ricos. Ya ha habido casos de canibalismo (…) gobiernan empresas a las que se les deja hacer lo que les da la gana” (p.13) lo que será su sentencia de muerte. Por la presencia de personajes femeninos con papel protagónico, esta novela se sitúa en la línea de las obras de las últimas décadas en las que se ha dado un giro en los argumentos distópicos con la intención de recoger la visión femenina del mundo, hecho que en las obras clásica del género no es común encontrar. Además de Clara que busca la verdad y se enfrenta al poder, hay otras mujeres que cumplen con papeles importantes, como Beatriz, que, según se vio, simboliza la sabiduría ancestral, o Ping, que representa la confianza en la ciencia y el progreso, pero en el respeto de la naturaleza. Estas mujeres son las que construyeron y echaron hacia adelante la finca de El Porvenir; y estas mujeres, Beatriz, la guardiana de las semillas, y Ping, la bioquímica que experimenta con semillas modificadas para que puedan resistir las plagas, remiten nuevamente a esa sociedad mítica maya, matrilineal y matrilocal, de Ixmucané y su nuera Ixquic, a la que se le atribuye la hibridación del maíz.
Así que la finca, que inicialmente se presenta como una especie de isla, para usar una imagen propia del género utópico (leer p.20), donde las personas como Leo podían buscar su sanación, lejos de la opresión y la corrupción de la ciudad o la hambruna del desierto, al final se vuelve el lugar de la madre. El regreso del protagonista a la finca, por lo tanto, es el regreso también al vientre materno donde el ser humano puede reconstruir el equilibrio con su entorno y reiniciar el ciclo de la vida o hasta encontrar la eternidad: “La incertidumbre del futuro ya no lo atormentaba como antes (…) daba cada paso para que cada uno fuera honesto y tuviese todo el sentido del mundo. Y como si en cada paso viviera la eternidad” (p.194). El regreso se da después de un largo camino de purificación que comienza cuando el protagonista deja atrás los días en que “despertaba con la sensación de que se le abría un agujero en el pecho” (p.15) y, hastiado por la superficialidad de la clase alta, el abuso por parte de las corporaciones, la explotación infantil, entre otras cosas, se pone “el calzado de caminante” (p.17) para refugiarse en El Porvenir. Luego, ese camino seguirá en la montaña, con todo el valor simbólico que esta encierra. Allí, nuevo Moisés que accede a la revelación, se unirá a la guerrilla y se volverá uno de los escogidos para llevar la lucha en contra de la dictadura.
El círculo cierra en el momento en que Leo se da cuenta de que la ciudad sigue siendo el espacio de la corrupción y que perdió años en una revolución que en nada se diferencia de la dictadura contra la cual luchó. Entonces, toma la decisión final: “Quiso regresar al principio de su viaje, volver a cultivar el huerto, permanecer en el Porvenir por el resto de sus días” (185). Según Vattimo, la distopía abandona la idea lineal de la historia del pensamiento ebraico-cristiano para proponer una cíclica: según su planteamiento “la distopía tendría más bien que ver con una reelaboración del pasado en relación con la proyección futura de un cierto ideal utópico” (Mercier, 2019, 117). La concepción cíclica de la historia, el eterno retorno que se puede ver representado en la novela tanto por el viaje de regreso a la naturaleza como por el poder regenerador del fuego, según Mircea Eliade, entraña una capacidad creativa y, para el que él define como “Hombre arcaico”, “el eterno retorno no constituye una fatalidad, sino que una nueva e indefinida oportunidad” (Mercier, p.121). Sin embargo, el final optimista solo se reserva a la ficción, ya que para Álvaro, el autor del manuscrito encontrado en el que narra la historia de Leo y Clara, sucumbe frente a la fuerza de la naturaleza sepultado por un alud de barro causado por el huracán, así como su siembra de plátano queda destruida por un gusano.
Mientras el espacio y el tiempo en la historia de Álvaro se identifican con elementos precisos -Adjuntas inmediatamente después del huracán María en un momento de toma de conciencia por parte del personaje en cuanto a las consecuencias nefastas del calentamiento global- en la historia contada en el manuscrito hay una falta de distinción tanto temporal como espacial con el claro objetivo de construir una distopía global, como una especie de “parábola de la catástrofe y la supervivencia humana” (Mercier, 2019). Contribuye a este efecto la onomástica que es muy variada y reúne nombres de las más distintas lenguas: Leo Woodson, Ping Lee, Shiva o Aquiles, como para enfatizar el elemento universal porque la temática presentada no se limita a una comunidad en específico. En cambio la toponomástica revela, detrás de nombres ficticios y a veces con carga simbólica, un mapa fácilmente reconocible y cercano al autor, un poco a la manera de la toponomástica nórdica de un famoso cuento de Borges que esconde el mapa de Buenos Aires. Hay elementos que nos hablan de un tiempo presente -el jeep, el mall o…- pero la problemática de las semillas transgénica, además de los términos como bohío y otros que se refieren al mundo vegetal, es la que sitúa al lector puertorriqueño definitivamente en su espacio y tiempo y le permite claramente identificar a qué empresas y hechos específicos se dirige la crítica. Y es que en las distopías de este siglo vuelve lo latinoamericano y sus escenarios “concretos, específicos, precarios y perfectamente datables y ubicables en el lugar y tiempo de nuestro presente: para recordarnos que no se habían ido, que su historia se desarrolla en un mundo interconectado a escala mundial, sí, pero con perfiles singulares dados por las coyunturas propias” (Becerra, 2016, 274).
Para concluir, se pudo demostrar que Ahora que no respiro cumple con los criterios que identifican una distopía, según establece Diana Palardy (Fermín, 2019, p71), en específico por tres razones. En primer lugar, presenta una sociedad hipotética cuyos individuos están oprimidos a causa de problemas sistémicos o de orden socio-político que hacen referencia a situaciones o problemas que no están siendo enfrentados de manera efectiva en la sociedad real en la que vive el autor. En segundo lugar, es evidente la intención de hacer que el lector se cuestione los códigos morales de la sociedad descrita en la novela. Por último, hay un personaje principal que, desilusionado e indignado por lo que está pasando, se rebela en contra del sistema. También se indicó que la novela, dentro de las variantes que permite el género, se puede considerar una ecotopía por, además de la temática tratada, el final esperanzador utópico (aunque toda distopía en el fondo incluye una utopía) simbolizado por el renacer de la naturaleza en la reconstrucción de la finca El Porvenir.
Ahora que no respiro tiene todos los ingredientes de la distopía, sabiamente dosificados en un crescendo de intriga, romance, aventura y violencia que atrapa al lector en el vórtice de los hechos y lo transporta, sin aliento -así como se sienten los protagonistas a lo largo de toda la historia- hasta el final, y esto mediante el uso de un lenguaje directo, sencillo, imprescindible, despojado de todo inútil adorno como la seductora levedad de la seda, al estilo del maestro Baricco.
Además de preguntarle a Fedosy Santaella, en la entrevista a la se hacía referencia al comienzo de esta reflexión, por qué escribir relato de este género, también le preguntaron ¿Para qué leer distopías? A lo que contestó: “No sé, quizás, las distopías sean manuales de supervivencia”.
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